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Violencia en el sur de Tailandia

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Hace un par de semanas fueron asesinados ocho soldados del ejército tailandés en dos emboscadas con bombas de carretera en el sur de Tailandia. El primer ataque, en el que murieron cinco soldados, tuvo lugar el jueves 1 de julio en la provincia de Narathiwat y el segundo al día siguiente en la provincia de Yala. Ningún grupo ha reivindicado la responsabilidad de los atentados, como viene siendo habitual desde que en 2004 diera comienzo la actual insurgencia separatista en las provincias del sur.

Soldados tailandeses examinan el lugar en el que explotó una bomba el 3 de septiembre del año pasado en Pattani. (AP Photo/Sumeth pranphet).

Tras el cierre en falso de la crisis política del pasado mes de mayo, ha vuelto a aflorar la otra gran crisis de Tailandia, la de un conflicto armado poco conocido fuera de sus fronteras, pero que desde hace seis años ha sumido al sur del país en una espiral de violencia que ya se ha cobrado la vida de más de cuatro mil personas.

Las cuatro provincias en las que tiene lugar el conflicto (Pattani, Narathiwat, Yala y, en menor medida, Songkla), con una población de alrededor de dos millones de habitantes, son las únicas de mayoría musulmana del país. Además, sus habitantes son de etnia malaya y hablan un dialecto del malayo llamado yawi. El territorio de esas cuatro provincias corresponde en gran medida a Patani (escrito con una sola t, no confundir con la actual provincia de Pattani), un sultanato malayo que durante siglos mantuvo la independencia (si bien a costa de pagar tributo al rey de Siam) hasta que el Estado siamés lo anexionó definitivamente en 1902. La anexión quedaría formalizada definitivamente en 1909, cuando Siam y Reino Unido firmaron un tratado que otorgaba el sultanato a Tailandia y otros tres que había controlado hasta el momento a la Malasia británica, trazando la frontera que se conserva hasta nuestros días [pdf].

Las relaciones entre el Gobierno tailandés, sumamente centralizado, y la población musulmana del sur fueron conflictivas desde el momento de la anexión debido a las diversas políticas de asimilación cultural forzosa (sobre todo en el ámbito de la educación y de la lengua) y dominio político en la región impuestas desde Bangkok [pdf]. Esas políticas, unidas a la brutalidad de las fuerzas de seguridad y a la corrupción de los funcionarios del Estado que trabajaban en la zona, generaron un enorme resentimiento entre gran parte de la población musulmana local que cristalizaría en un movimiento separatista que ha sobrevivido hasta nuestros días. A partir de los años cincuenta comenzaron a formarse varias organizaciones separatistas de diversa índole y algunas de ellas tomaron las armas a lo largo de las tres siguientes décadas. La más importante probablemente sea la Organización para la Liberación del Patani Unido (PULO), cuyos líderes están exiliados en Suecia.

A principios de los años ochenta, el Gobierno del general Prem Tinsulanonda, decidió revisar la estrategia en el sur. Alcanzó acuerdos con el Gobierno malasio para colaborar en la persecución de los insurgentes, ofreció amnistías a los que decidieran abandonar las armas, creó el Centro Administrativo para las Provincias del Sur, que concedía un poder de decisión mayor a la población local al incluir a líderes musulmanes de la zona, y puso en práctica algunas programas de desarrollo para mejorar económicamente una de las zonas más pobres del país. Aunque el Gobierno central no se planteó tomar en consideración las reivindicaciones de mayor autonomía de la población, su nueva estrategia tuvo cierto éxito y para el año 2000 la insurgencia prácticamente había desaparecido.

La nueva insurgencia

En 2001 ganó las elecciones el polémico Thaksin Shinawatra. El nuevo primer ministro introdujo cambios radicales en el sur. Shinawatra disolvió el Comité Administrativo para las Provincias del Sur y además relegó a un segundo plano al ejército y lo sustituyó en gran medida por la policía para encargarse de la seguridad y combatir el contrabando que siempre ha proliferado en aquella región fronteriza. En 2003 Thaksin lanzó una violenta guerra contra las drogas que se saldó con casi tres mil asesinatos en tres meses y fue especialmente virulenta en las provincias del sur. Probablemente esos son los principales factores que expliquen el resurgimiento de la insurgencia al año siguiente.

Soldados tailandeses vigilan el aeropuerto de Narathiwat, 29 de junio de 2010 (AP Photo/Apichart Weerawong).

En enero de 2004 una treintena de hombres armados asaltaron un arsenal del ejército en Narathiwat mientras otras bandas prendían fuego a dieciocho escuelas de la región. Los asaltantes mataron a cuatro soldados y robaron unos cien fusiles de asalto. Desde entonces, los insurgentes han sembrado el terror en la región lanzando ataques contra el ejército y la policía, pero sobre todo perpetrando numerosos atentados indiscriminados contra la población civil, en los que las víctimas han sido tanto budistas como musulmanes.

El mayor enigma del conflicto del sur de Tailandia es la misma identidad de los insurgentes. Como ya se ha señalado, ningún grupo reivindica los atentados, emite comunicados públicos o hace ninguna demanda al Gobierno. No obstante, pese a que nadie parece saber a ciencia cierta quién está detrás de la violencia, caben pocas dudas sobre quién no lo está: aunque algunos “expertos en terrorismo” han tratado de vincularla al terrorismo yihadista internacional y a grupos como el indonesio Yemaa Islamiya o incluso a al-Qaeda, no hay ninguna prueba que demuestre esa supuesta vinculación y en realidad se trata de una insurgencia puramente local, que nunca ha actuado fuera de Tailandia y rara vez ha cometido atentados fuera de Patani.

El Gobierno tailandés suele atribuir la violencia separatista a un grupo llamado Frente Revolucionario Nacional Coordinado (Barisan Revolusi Nasional-Coordinate, BRN-C), una organización creada originalmente en los años sesenta y dividida en células más o menos independientes que supuestamente recluta a sus miembros en las escuelas islámicas. Duncan McCargo, especialista en Tailandia de la Universidad de Leeds y autor de Tearing Apart the Land (probablemente el libro más completo sobre el tema, fruto de un año de investigación en la región), sostiene que seguramente no haya ninguna organización detrás de gran parte la insurgencia y que la mayoría de las células insurgentes actúan de forma espontánea e independiente y sólo en ocasiones se unen varias para lanzar ataques coordinados [pdf].

Según McCargo, no se trata de un conflicto religioso sino fundamentalmente político, en el que lo que se halla en entredicho es la legitimidad del Estado tailandés para gobernar a una población que reivindica un poder de decisión y autonomía mayores. Ese descontento de la población, así como la violencia del Estado tailandés, es el caldo de cultivo de la violencia separatista y ésta no desaparecerá hasta que no se alcance una solución política que sea satisfactoria para los malayos musulmanes del sur.

La respuesta del Gobierno tailandés

De los gobiernos que se han sucedido en Bangkok en los últimos años, unos han empleado una retórica más conciliadora que otros, pero ninguno ha prestado realmente atención a las reivindicaciones políticas de la población. Más allá de la retórica, todos ellos han mantenido el estado de emergencia en las provincias de Pattani, Yala y Narathiwat que entró en vigor en 2005 y se han enfrentado a la brutal insurgencia con una violencia tan ciega como la que están combatiendo, lo que no ha hecho más que exacerbar el conflicto.

Uno de los mayores problemas es la proliferación de grupos paramilitares organizados y financiados por el Gobierno central y la Casa Real para defender a la población de los insurgentes. La idea era crear cuerpos que tuvieran un buen conocimiento de la zona, pero sólo un treinta por ciento de sus miembros son musulmanes malayos y el entrenamiento al que han de someterse es bastante deficiente (en algunas organizaciones sólo dura tres días). Se calcula que actualmente hay unos 30.000 paramilitares en la zona. Al introducir más armas en la región y ponerlas en manos de civiles sin formación militar, el Gobierno no ha hecho más que echar leña al fuego.

El primer ministro tailandés Abhisit Vejjajiva habla a un grupo de musulmanes en Narathiwat el 7 de enero (AP Photo/Sumeth Pranphet).

El 8 de junio del año pasado seis hombres armados rodearon la mezquita de al-Furqan, en Narathiwat, durante la oración y abrieron fuego matando a diez personas e hiriendo a once. Pese a que las autoridades acusaron en un principio a grupos insurgentes musulmanes, todos los indicios apuntan a que los responsables estaban vinculados a los paramilitares y la única persona detenida por ese hecho hasta el momento es Sutthirak Kongsuwan, un ex paramilitar budista.

Por supuesto, ni los insurgentes ni los paramilitares poseen el monopolio de la violencia en la región. Las fuerzas de seguridad del Estado son las responsables de numerosas desapariciones, de torturas sistemáticas a detenidos y actúan con la brutalidad que sólo permite la impunidad más absoluta. Son ellas las que han perpetrado las dos mayores matanzas desde que comenzó la actual insurgencia hace seis años: las de la mezquita de Krue Se y la de Tak Bai.

El 28 de abril de 2004 el ejército tailandés atacó la mezquita de Krue Se, la más antigua de Tailandia, en la provincia de Pattani, donde se habían refugiado 32 presuntos insurgentes que habían participado en una serie de ataques coordinados contra comisarias y puestos de control en toda la región. El asalto se produjo después de que el ejército mantuviera rodeada la mequita durante horas y murieron todos los hombres que se hallaban dentro de la mezquita. Después se descubrió que no todos los muertos eran insurgentes y que éstos sólo contaban con muy pocas armas para defenderse.

El 25 de octubre de aquel mismo año, más mil personas se reunieron ante la comisaria de la localidad de Tak Bai, en Narathiwat, para protestar por la detención de seis hombres. Para sofocar la protesta, el ejército utilizó fuego real y mató a siete manifestantes. Después encerró a cientos de ellos en camiones para transportarlos a centros de detención militares. 78 de ellos murieron asfixiados en los camiones. El primer ministro Thaksin Shinawatra culpó de las muertes al ayuno del Ramadán, que según él había debilitado a los detenidos.

Esas dos matanzas son los sucesos más representativos de la brutalidad del Gobierno de Thaksin Shinawatra en el sur y quizá los que más han contribuido a alimentar la insurgencia. Pese a que se nombró casi de inmediato una comisión para investigar ambos incidentes, ninguno de los responsables ha sido juzgado jamás.

Una de las principales promesas del Gobierno instaurado tras el golpe de Estado militar de 2006 que depuso a Thaksin fue cambiar la estrategia en el sur. El primer ministro nombrado por la Junta militar golpista, Surayud Chulanont, viajó en diversas ocasiones al sur para disculparse por los crímenes cometidos durante la era Thaksin, volvió a instaurar el Comité Administrativo para las Provincias del Sur, prometió que la justicia actuaría imparcialmente en casos como los de Krue Se y Tak Bai (lo que simplemente se tradujo en una retirada de los cargos que pesaban contra los manifestantes en este último incidente) e incluso declaró que estaba manteniendo conversaciones con algunos “líderes” de la insurgencia.

Todas esas promesas se han quedado en papel mojado, al igual que las del actual primer ministro Abhisit Vejjajiva, que al asumir el cargo el año pasado aseguró que el cambio de Gobierno supondría el comienzo de una nueva era de justicia en el sur, reforzaría el papel de la sociedad civil y buscaría una solución política al conflicto. Pocas cosas han cambiado realmente en Patani. Tras un descenso de la violencia entre los años 2006 y 2008, ésta volvió a aumentar en 2009. El Gobierno de Vejjajiva, que para muchos tailandeses carece de legitimidad y cuyo respeto a los derechos humanos y al estado de derecho es más que dudoso, no ha hecho nada para crear las condiciones que puedan conducir a una resolución del conflicto, algo que nunca podrá lograrse con la fuerza de las armas.


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